martes, 21 de agosto de 2012

PIER: UN ALMA EN PENA

   Ya hacía tiempo que no era el mismo de siempre. Anteriormente, su vida estaba en total armonía. Materialmente, nada le hacía falta.
   Él, rodeado de estatuas, pinturas originales de artistas de la época y su amando piano de cola negro.
Permanecía en su habitación, aislado de todo. Ese cuarto tan oscuro, pedía a gritos un poco de luz. Se había tornado un ambiente frío y hasta daba un poco de miedo.
- ¿Qué no puedo estar tranquilo?
- Pier, hijo mío, por favor, ábreme la puerta.
- Está bien padre, pasa.
- No pude evitar escuchar las notas de tu piano y éstas no me agradan. Amaba tus melodías tan alegres y cálidas, ahora las noto tristes. Tristes como tu mirada. El brillo en tus ojos se está perdiendo. Se apaga como el brillo de una estrella fugaz cuando se va extinguiendo. Noto una melancolía inmensa en tu rostro, en esas mejillas caías, tu piel pálida casi blanca. Tu boca nula de expresión. Tu cuerpo cada vez más débil. Estás dejando que tu vida se vaya, todo por esa mujer.
- ¡Cállate, padre! ¿Para eso te he dejado pasar? ¿Para que me regañes? Además,  ¡tú no sabes nada!
Ella era todo para mí. Ahora, sin ella, ya no tengo nada....
   Él estaba perdidamente enamorado de esa mujer. Recuerda todo el tiempo su cara, ve sus ojos "azul cielo" contemplados en las estrellas.
   Mira a través de su ventana con un marco de madera y unas terminaciones en bronce gastado.
   Estaba lloviendo. En el cristal, se quedó colgada una gota y el brillo que reflejaba le hacía recordar a la sonrisa de Elizabeth.

   Se conocieron en verano. Las flores tenían un aroma dulce, especial. Los días eran soleados.  Mordok era el lugar ideal para enamorarse.
   En las tardes, se podía apreciar su cielo anaranjado y la vista era perfecta desde aquel castillo viejo y abandonado donde ellos solían verse.
   Parecía todo perfecto. Estaban hechos el uno para el otro. Ella siempre vestía muy elegante y femenina con sus aros y collar de perlas, su corset en tonos pastel  y una amplia pollera que combinaba.
   Sus rizos  eran dorados, entre ellos los rayos del sol jugaban dándoles un brillo especial. Ese brillo se asimilaba a los ojos de Pier cada vez que la veía.
   Ella, desde el primer día que la vio, fue su musa inspiradora. Él era un pianista con un gran futuro. Sus melodías ya eran escuchadas en todo Mordok y prometía ir mucho, mucho más lejos. Todo ese verano lo pasaron juntos y felices. Pero, como ya era sabido, junto con el final de los días calurosos, terminaba su romance.
   Los dos lloraron y prometieron escribirse cartas a diario. Y así fue. Todos los días les llegaba correo a uno, del otro.
   Pero un día Elizabeth dejó de escribirle. Pier siguió escribiéndole día a día, pero ella no contestaba.
   Un día le respondió. Ese día, la vida de Pier cambió para siempre.
   Las lágrimas se le caían al leer esa carta. En ella decía: "Querido Pier: los días que hemos pasado fueron maravillosos, pero tengo que pedirte que ya no me escribas. Estoy comprometida y en poco tiempo será mi boda".
   Sus días se tornaron tristes, amargos. No podía parar de llorar. Estaba ahogado en una melancolía profunda. No hacía más que pensar en ella. No podía seguir viviendo así. Sentía un dolor inmenso en su alma. Ya no comía. Dejó de ver la luz del sol y lo único que hacía era tocar su piano.

   Una tarde de lluvia lo encontraron muerto al lado de su amado piano. Muchos dicen que se suicidó, otros que la tristeza que él sentía lo mató. Pero todos afirmaban una cosa: en las noches de verano, la gente que pasaba por su hogar podía escuchar su piano.
   La última composición que escribió que era tan triste que parecía gritar desesperadamente ayuda y se escuchaba su tenebrosa y desgarrada voz  diciendo: ¡Elizabeth regresa! ¡Elizabeth!...

Cecilia Anahi Salvarezza, 2012, 5º 4º

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